La idea era regresar al país por diez días para acompañarte en tu recuperación, y ya llevo más de cinco putas semanas.
Paso a tu lado más de veinte horas por día y cuando me miras, preguntas qué hago mirándote. Cuando viene una enfermera, para hacerte el gracioso, le decís que te pego. Que si la vía del suero se encuentra tapada, le decís a quien pueda escucharte que seguramente yo la bloqueo mientras vos dormís. Que te he quitado el dinero. Que me tiro pedos, cuando te cagas en tus pañales.
Pasan los días y aquí estoy, papá.
El olor a hospital lo tengo metido hasta en el culo. No sé cómo hacer para respirar. A menudo pienso en asesinarte. Creo que sería mejor que matarme.
Asesinarte sería como matar a esa parte mía que tanto me molesta. Ese hombre coqueteando enfermeras y diciendo groserías no debe seguir haciéndolo.
No sé cuál sería la medicina que no deje huellas. Si algo tengo claro es que no me quiero quedar preso en este maldito país. Es que se ha jodido todo y ya no hay lugar para mí, ni siquiera en la cárcel. Tanto lo amaba y hoy es desidia, locura, y padres enfermos.
Sería muy fácil desconectar algún aparato como simulando una falla mecánica, pero se me pasó el tiempo. Eso lo tendría que haber hecho la primera semana, cuando dependías de aquella maquinita. ¿Y ahora? Dependes de mí y no lo sabes...
Pienso en Googlear sobre venenos que no dejen rastros, pero supongo que cuando la policía investigue verá mi historial de búsquedas y será muy fácil llegar hasta mí.
Entonces veo la almohada. La misma que durante cinco semanas sostuvo mi cabeza, ¿podrá ahora sostener mi plan?
Viene la joven enfermera venezolana. La medicina argentina está atiborrada de inmigrantes. También esto es nuevo en esta tierra. Él le pide que lo higienice. Los dos sabemos que no lo necesita. Que sólo quiere que lo toque. No soporto la escena y me voy al pasillo.
Luego de unos minutos en la habitación, la enfermera sale y me dice que vuelve en un par de horas.
Entonces tomo coraje, agarro la almohada que refugió mis sueños del último mes y la apoyo sobre su cara. Mientras lo hago, levanto mi mirada para no verlo y me encuentro con la de Cristo, allí colgado sobre la cabecera de la cama. No se mueve, mi padre no reacciona. De repente comienza a mover locamente sus brazos y piernas y yo aprieto con fuerza la almohada en su cara. Son 150 segundos tan largos como las cinco semanas. Cuando deja de moverse, retiro con pánico la almohada y veo sus ojos abiertos. Mi padre me mira fijo pero no dice palabra. No se mueve un milímetro. Con terror apoyo mi mano en su cuello: tiene pulso. Comienzo a llorar a los gritos, suplicándole perdón. Sus ojos continúan sin pestañear. Paso mi mano por delante y están rígidos y su boca entre abierta. Vuelvo a tocarlo y no reacciona. En su cuello se siguen manifestando los latidos.