Cuentos Cortos

Babelian.

Cuando era chico me reía de la forma en que mis familiares, provenientes de Varsovia, hablaban castellano. Conjugaban mal los verbos y tenían un acento que resultaba muy cómico. Estos “paisanos”, como se llamaban a si mismos, se comunicaban en idish entre ellos y parecía que se entendían a la perfección en ese idioma. Aquel niño nunca pensó que algún día sería él quien desconocería el buen empleo del idioma del lugar donde viviría.

 

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En diciembre del 2001 los argentinos mirábamos la televisión horrorizados. La violencia estallaba en las calles y el Estado salía a matar a sus ciudadanos con la intención de, paradojas de la Historia, acabar con esa violencia.

Los bancos, o el Estado, o la devaluación, se habían quedado con los depósitos de la gente y no había dinero para nadie. Se decía que había caravanas de camiones de caudales huyendo rumbo al aeropuerto con el dinero robado. 

Ezeiza, nuevamente, como la salida a tantos males...

 

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En ese diciembre muchísima gente se congregaba en el centro de Buenos Aires. Afuera de los bancos, argentinos estafados, tratando de sacarse el odio de encima, golpeaban las cortinas metálicas –recién instaladas– que los separaban de otros argentinos, trabajadores de esos mismos bancos, también estafados, sufriendo ataques de pánico. En cualquier momento la cortina que aguantaba el odio podía ceder a la fuerza de la manifestación.

 

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Durante los primeros meses del 2002 surgió la posibilidad de vivir en la Florida. No teníamos idea de lo que significaba emigrar. Creíamos que seria divertido cambiar nuestra incierta realidad por una previsible. Y a pesar de ser hijo de inmigrantes que tuvieron que escaparse de Europa dejando todo atrás, no tuve la capacidad de vincular sus experiencias a mis planes.

 

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Por mucho tiempo pensé que los norteamericanos no se entendían entre ellos cuando hablaban. Todo sonaba similar en mis oídos. Pensé que decían palabras sueltas y que por aproximación iban encontrando el significado. 

Y así fue que una de mis mejores herramientas, el manejo del idioma, se desvanecía frente a mi.

 

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¿Qué pensaba la noche previa a tomar la decisión? ¿Quizás me dejé impactar por el periodismo que anunciaba que los pobres saldrían de sus barrios y saquearían nuestras casas? ¿Quizás resultaba muy fuerte la imagen de militares con armas largas, custodiando las puertas de los supermercados? Tal vez asustaba darse cuenta que todo eso nos estaba pareciendo normal.

 

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Creo que fue un impulso. Un grito interior de “aquí yo no me quedo”. Y fue así que vinimos a la Florida. Helena con trabajo y yo siendo el “amo de casa”. 

 

A tientas comprendí de qué se trataba mi nuevo universo. Me inserté en un mundo femenino del que tenía mucho que aprender. En las plazas de la ciudad los niños jugaban con madres que no trabajaban fuera de la casa. Y así obtuve cierta información que, en general, se nos retacea a los hombres: 

a qué hora hay que bañar a los niños  

o para qué sirve el triple antibiótico

cuántas actividades extraescolares existen 

que las medicinas se suministran con jeringas sin agujas

que las segundas marcas de los supermercados son igual de buenas que las top

o que se puede comer lo que se encuentra de oferta.

…Y cómo se llama ese joven que viene a solucionar cualquier desajuste en la casa: handyman

 

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 Sin demasiado preámbulo dejamos una vida atrás que seguía latiendo. Porque uno piensa equivocadamente que cuando ya no está transitando esas calles, aquello no existe. Pero no es así. Tu familia, tus amigos, todo lo que dejaste en tu ciudad sigue su ritmo, solo que no estás ahí para bailarlo.

 

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Hubo un mundial de futbol que prácticamente se me pasó por alto. De habernos quedado en Argentina hubiera sufrido cada partido, pero también los problemas de la gente en las calles.

Pasaba el tiempo en la Florida aferrado a canales de TV y radios argentinas, conociendo más sobre aquella realidad que me quedaba a 5000 millas, que la de los Estados Unidos. 

 

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Argentina siempre se ocupó de lo mismo. Nos echa. Nos expulsa. Pero a su vez nos retiene y nos engulle. Es que con su cordón umbilical ahorca cuando estamos dentro y alimenta cuando estamos fuera.

 

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¿ Qué recordaré cuando rememore esta época? ¿O no recordaré nada porque será mi propia negación? 

            ¿ Recordaré cuando fuimos todos en masa, a sugerencia del Señor Presidente Bush, a comprar cinta de embalar con el propósito de “sellar” del aberturas de la casa ante un eventual ataque bacteriológico ?

¿ O recordaré las charlas con maestras y otras mujeres en mi rol de padre presente cuando me preguntaban si los niños tenían madre ?

¿ O cuando para “take your child to work day” me preguntaba si los tenía que dejar en casa mirando como mantenía charlas por Skype con mi oficina de Buenos Aires? 

¿Recordaré cuando uno de mis hijos vino del colegio diciendo que su maestra le había “aclarado” que al Sur del Rio Grande todos éramos mexicanos?

–¿Cómo que somos mexicanos? No, hijo, somos argentinos y no es lo mismo. 

Mi hijo se quedó mirándome fijo, como preguntándose quién tendría mayor conocimiento, ¿su padre o su maestra? 

 

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¿Tendré acaso más nítidos mis recuerdos anteriores? ¿Recordaré entonces cada esquina de Buenos Aires con significado para mi, y lograré sacarle un olor, una música o un sabor?.

La ciudad nueva donde te fuiste no tiene recuerdos ni rincones. 

 

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¿Cuándo fue que pensamos que se podía vivir en otro lado? ¿Cuándo creímos que cambiando el lugar de residencia, cambiaríamos algo dentro nuestro? Ahora comprendo que lo único que hemos hecho fue soltar amarras y no ser de ningún lugar. Como aquellos “paisanos” que cruzaron el océano en barco en busca de un futuro mejor y al llegar al puerto de Buenos Aires, el oficial de migraciones rebautizaba a cada uno cuyo nombre no podía pronunciar. A mi me rebautiza el barista de Starbucks. 

 

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Qué paradoja increíble resulta la de irte de una tierra donde te pueden matar en la calle por un teléfono celular y llegar a otra, en busca de seguridad, en la que te pueden matar en un cine o en una escuela o en un templo. 

Jóvenes que no han alcanzado la edad para que les vendan una copa de alcohol, tienen sin embargo la suficiente para comprar un arma (o muchas). Cada sociedad con su hipocresía. 

 

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¿Como recordaré a la distancia mi jura como ciudadano de Estados Unidos? Esa imagen ridícula de mí mismo agitando la banderita...  Aun agradecido al lugar que esta tierra me dio, se hace difícil compartir algunos de sus valores. No soy un fanático en esta sociedad repleta de ellos. Siento que este lugar no es mío. Y que ninguno lo es. ¿Habrá una banderita que agitar para quienes no nos sentimos de ninguna tierra en particular? 

Quizás podríamos elevar esa idea de generar un país con gente que ya no se siente parte de ninguno. Hay algo de esquizofrenia de vivir aquí y sentir que no te pertenece y añorar la tierra que te ha expulsado.

¿ Donde nos juntaríamos los que no nos sentimos parte de ningún país?

En lugar de jurar lealtad podríamos valorar la falta de ella. Y entonces no daríamos la vida por ningún territorio.

 

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Tendríamos que juramentar lealtad al desarraigo. Cada uno de nosotros con un baúl donde guardar los elementos que nos remitan a nuestra identidad anterior. Si algo somos y nos identifica, es haber quedado atados a nuestro pasado, aunque allí no haya lugar para nuestro presente.

Todos andaríamos con las cajitas de las cenizas de nuestros antepasados a cuestas. ¿Ya que adónde la podríamos dejar? ¿En qué territorio? Claro, habría que asegurarse de ponerle el nombre a cada caja con marcador indeleble, no sea cosa que cuando le estás pidiendo ayuda espiritual al abuelo que se escapó de Polonia, te termines confesando con tu tía que huyó de Venezuela.

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Creo que cada uno iría caminando las calles con algún letrero que indique procedencia tempo-espacial, ya que no es lo mismo quien se fue de Buenos Aires escapado de la dictadura en 1977, que quien tomó la decisión en una noche de diciembre del 2001.

Sin embargo, todos caminaríamos por las calles de nuestro nuevo terruño con la esperanza de sobreponernos a la madre de todas las decisiones. 

Me los encontraría en las calles de cualquier ciudad con sus letreros invisibles, aunque tan fáciles de reconocer: “sobreviví al tsunami de Indonesia 2004”, “pude escapar del Talibán en 2015”, “perdí todo en el corralito de Argentina”.

 

Entonces nos encontraríamos en una plaza con un anciano que sobrevivió al nazismo, en mangas de camisa, dejando al descubierto un número, intercambiando experiencias con un perseguido del franquismo. Un joven sirio escuchará una conversación entre un haitiano que tiene historias de terremotos y un Japonés con historias de tsunamis.

¿Será que ese territorio de almas despojadas ya existe? ¿Será que podríamos llamarlo New York, Chicago, Barcelona, Londres o Miami?

 

 

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